Hay rutas que se miden en kilómetros y otras que se miden en sensaciones, en la cantidad de veces que te obligan a parar el coche simplemente para respirar hondo y asimilar tanta belleza junta. Sin duda alguna, el trayecto que te lleva de pontevedra a combarro pertenece a esta segunda categoría. Es una escapada corta, de esas que puedes improvisar en cualquier momento, pero que te deja un regusto dulce y salado que perdura mucho tiempo en la memoria. Imagina dejar atrás el pulso urbano de Pontevedra, con su centro histórico peatonal lleno de encanto y sus animadas terrazas, para coger esa carretera que se pega a la ría como una lapa curiosa, la PO-308. Es como si, al girar el volante, entraras en una dimensión donde el tiempo se ralentiza y el paisaje se convierte en el único protagonista, un lienzo cambiante pintado con los colores del mar y el granito.
El viaje es un regalo para los sentidos desde el primer momento. A medida que avanzas por la carretera que bordea el municipio de Poio, la Ría de Pontevedra se va abriendo paso a tu izquierda, majestuosa, salpicada por las siluetas inconfundibles de las bateas donde se crían los preciados mejillones gallegos. El agua, dependiendo de la hora del día y de si el sol decide jugar al escondite entre las nubes, te regala una paleta de colores increíble: desde platas líquidos y brillantes hasta azules intensos o verdes esmeralda profundos cuando la luz se suaviza. No es raro ver pequeñas embarcaciones de pesca artesanal faenando cerca de la orilla o aves marinas buscando sustento en las zonas intermareales. Y de repente, alzándose sobre la carretera, te encuentras con la presencia imponente del Monasterio de San Xoán de Poio. Aunque no tengas tiempo para una visita completa a sus claustros y su famosa biblioteca, detenerse un instante a contemplar su fachada de piedra robusta, sintiendo la brisa marina mezclarse con el silencio casi monacal del lugar, es una parada que recomiendo encarecidamente. Es un aperitivo perfecto de la arquitectura tradicional que te espera más adelante.
La carretera continúa su sinuoso recorrido, a veces descendiendo casi hasta tocar el agua, permitiéndote casi oler la sal y las algas, y otras veces elevándose ligeramente para ofrecerte unas vistas panorámicas que quitan el hipo. Vas dejando atrás pequeñas calas resguardadas y zonas residenciales que disfrutan de una ubicación privilegiada, con la ría como jardín particular. Pero la verdadera emoción empieza a sentirse cuando las señales indican que Combarro está cerca. Notas cómo las casas se agrupan de forma más densa, cómo el granito se convierte en el material omnipresente y, de pronto, la imagen icónica: los primeros hórreos aparecen, desafiantes, erguidos sobre sus pilares de piedra (los «pegollos») justo al borde del agua. Es una visión tan potente, tan genuinamente gallega, que es imposible no sentir un escalofrío de anticipación. Aparca donde buenamente puedas, porque Combarro es un lugar para ser explorado a pie, perdiéndose en su entramado de callejuelas estrechas y empedradas que parecen haber sido diseñadas para desafiar al tiempo.
Una vez que pones un pie en el casco histórico de Combarro, te sumerges en un ambiente único. Es como si hubieras viajado siglos atrás. Las rúas, a menudo tan estrechas que casi puedes tocar las paredes de ambos lados extendiendo los brazos, serpentean entre casas marineras tradicionales, construidas enteramente en granito robusto, con sus balconadas de piedra o madera adornadas con flores que añaden un toque de color al conjunto. Pero la verdadera joya de Combarro, lo que lo hace mundialmente famoso, es esa increíble concentración de hórreos y cruceiros situados en primera línea de mar. Los hórreos, esas antiguas despensas elevadas, aquí no solo cumplen su función histórica (proteger el grano de la humedad y los roedores), sino que crean una estampa de una belleza sobrecogedora. Hay más de treinta hórreos perfectamente conservados, alineados sobre la roca viva o en pequeñas plazas como la da Chousa, mirando directamente a la ría. Fotografiarlos es casi una obligación, jugando con las mareas: con la pleamar, el agua llega casi a sus bases, reflejando sus siluetas; con la bajamar, quedan al descubierto las rocas tapizadas de algas y pequeñas pozas. Y entre ellos, vigilantes, los cruceiros de granito, testigos silenciosos de la fe y las tradiciones marineras, añadiendo un aura de misticismo al lugar.
Recorrer la Rúa do Mar, sintiendo el suelo irregular de piedra bajo tus pies, con el olor a mar y quizás a pulpo á feira flotando en el aire, mientras contemplas las fachadas de piedra a un lado y la danza de las pequeñas embarcaciones en la ría al otro, es una experiencia inolvidable. Mi consejo es que te olvides del mapa y te dejes llevar por la intuición. Entra en cada callejón, descubre patios interiores llenos de encanto, fíjate en los detalles de las tallas de los cruceiros o en las curiosas formas de las chimeneas. Cada esquina es una foto esperando ser tomada. Y cuando el paseo te abra el apetito o simplemente necesites reponer fuerzas, busca una de las tabernas o restaurantes con vistas al mar. Sentarte allí, con una copa de vino albariño y unas tapas de marisco fresco, viendo cómo cambia la luz sobre la ría y los hórreos, es la guinda perfecta para esta pequeña gran excursión.
Este breve itinerario condensa la esencia más pura de las Rías Baixas, ofreciendo una combinación perfecta de paisaje costero, arquitectura popular única en el mundo y esa atmósfera marinera que tanto carácter da a Galicia. Es una demostración de que la belleza más auténtica a menudo se encuentra en los recorridos más inesperados.